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3 autopsias de Ibargüengoitia.

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Los siguientes textos son del autor mexicano Jorge Ibargüengoitia Antillón (1928 – 1983). Los tres fueron extraídos del libro Autopsias Rápidas, selección de textos redactados para el periódico Excelsior (en la época de Julio Scherer) y la revisa Vuelta. Su obra se caracteriza por su amenidad, su desenfado y, particularmente, por su uso excelente de la ironía. Su obra retrata aspectos convulsos de la sociedad mexicana con fuertes elementos de humor negro pero también de una crítica social desde una narrativa profunda.

  • Ibargüengoitia, Jorge. Autopsias rápidas. Selección de artículos publicados en Excélsior y Vuelta, compilados por Guillermo Sheridan. México: Vuelta (Serie Reflexión), 1988.

 

LECTURAS PELIGROSAS

Al comienzo de una novela de Budd Schulberg, el protagonista está leyendo La guerra y la paz. Todas las noches llega a su apartamento y lee un capítulo. Todo va viento en popa, cuando de repente, en la página 1019, encuentra un nombre de mujer, Matriona Timoyevna, por ejemplo, que no sabe a quién corresponde. Para averiguarlo, decide comenzar otra vez desde el principio.

Al final de la novela, el personaje abre el libro en la página 1019, encuentra el nombre de Matriona Timoyevna y descubre con horror que ya se le olvidó de quién se trata.

Las novelas rusas siempre me han producido entre admiración y terror. Las empiezo a leer con mucha desconfianza, temiendo meterme en un compromiso demasiado serio. Como el de, en vez de enterarme de una historia imaginaria, tener que comerme a toda Rusia.

Según parece, esta dificultad en leer novelas rusas no la tengo solamente yo, sino que es una deficiencia que comparto con el protagonista de la novela de Budd Schulberg y personas tan ilustres como E. M. Forster, quien en su libro Aspectos de la novela la atribuye -esta difultad- a la ausencia, en las novelas rusas, de personajes planos.

Un personaje plano es el que aparece rara vez y sólo para facilitar la acción. Por ejemplo, abrir la puerta de la habitación donde está el cadáver. Se distingue por una frase y un solo rasgo característico. Por ejemplo, es un marido engañado y dice «¡Cáspita!».

Pues bien, personajes planos existen en las novelas de todas las nacionalidades excepto la rusa.

Un mayordomo, dice Foster, que no tiene nada que hacer en la novela más que anunciar que la cena está servida, si aparece en una novela rusa, el autor se siente en la obligación de informarnos que se llama Petrion Trimafovich, tiene várices en las narices y un hijo imbécil.

Akaki Akakiyevch Bashmashkin, el protagonista de El abrigo, es el primogénito de una familia en la que durante muchas generaciones los primogénitos se han llamado Akaki. Pero antes de que nazca Akaki, su padre -también Akaki- comprende que aborrece el nombre y decide romper la costumbre familiar bautizando a su hijo de otra manera.

Desgraciadamente, el parto es difícil, el niño está en peligro de muerte, el padre está muy nervioso y cuando el sacerdote le pregunta con qué nombre bautiza al niño, no encuentra el calendario y le dice «Akaki», para salir al paso.

Pero este incidente, que no tiene nada que ver con el cuento propiamente dicho y que nomás sirve para explicar por qué un personaje se llama como se llama, lo leí por primera vez en 1949 y nunca se me ha olvidado.

Otros fragmentos de información inútil que se me quedaron grabados indeleblemente son, por ejemplo, que la madre de Raskólnikov -Rodion Romanovich- se llama Pulkeria Alexandrovna, que Verkovensky, el protagonista de Los endemoniados, dice la mitad de las cosas en francés:

-¡Ah, cómo la he torturado, y en tan mal momento! Je suis un ingrat!

-Sé que todo ha terminado; c’est terrible.

Pues a pesar del miedo que me dan las novelas rusas, y del riesgo que corro de leerlas y de que se me quede la cabeza llena de recuerdos indelebles y completamente inútiles, empecé a leer Agosto de 1914, de Solyenitzin.

Encontré el primer problema en la primera página. Es una descripción del Cáucaso.

Descollaba por su grandeza sobre la insignificante creación humana, se veía tan elemental comparado con lo hecho por la mano del hombre, que aunque todos los hombres que han vivido en todos los milenios que han transcurrido abrieran los brazos cuan largos son y juntaran todo lo que han creado o pensaran crear en grandes montones, nunca lograrían formar una cordillera tan fantástica como el Cáucaso.

¡Claro que no! ¡A quién se le ocurre!

Uno de los personajes es el general Blagoveshchenski. ¡La que me espera!

 

DIEZ JÓVENES BIEN PRESENTADOS

Como es de rigor en estas fechas, el artículo de hoy iba a ser de ambiente navideño. Estaba inspirado en una mujer que vi ayer a través de una ventana, sentada cómodamente en un sillón, al lado del nacimiento, abriendo sobres con un cuchillo, sacado de ellos tarjetas de navidad, leyendo las inscripciones sin expresión y después arrojándolas una tras otra en el cesto de los papeles.

No voy a tratar de eso, porque de navidades estoy hasta el gorro. Bastante molestas son en la vida real paa todavía bordar sobre ellas. En consecuencia, el artículo está dedicado, como su nombre lo indica, a los anuncios clasificados.

En primer lugar debo advertir que entre la gente que inserta anuncios clasificados y yo existe un abismo que dificulta la comunicación. Si yo me atuviera a estos anuncios para encontrar trabajo, todavía hasta la fecha estaría esperando el primero, porque nunca he encontrado una oferta de empleo que me haga sentir que lleno los requisitos.

«Diez jóvenes dinámicos, de presentación impecable, secundaria indispensable, dispuestos a ganar hasta mil pesos al mes…» Se trata de salir a la calle a repartir muestras de papel higiénico.

O bien: «Compañía norteamericana de fama internacional, la primera en su ramo, que acaba de iniciar sus operaciones en México, solicita gerente general. Sueldo mensual, según méritos, entre veinte y treinta mil pesos. Indispensable experiencia en permutadores de circuito cerrado…»

En la sección de alquiler o venta de casas, encontramos en la «L»: «LINDÍSIMA casita estilo rústico. Todos servicios. 400 000 pesos. Callejón de Inahualtongo 6 bis, letra B interior 4».

O bien en la «P»: «Por defunción remato residencia en las Lomas, 8 recámaras, 5 baños, candiles de prismas, 6 millones de pesos. Aproveche oportunidad».

Pero si voy a ser franco, en megalomanía, como en muchas otras cosas, les vamos muy a la zaga a los anunciantes norteamericanos. En la New York Review of Books, por ejemplo aparece, en la sección de solicitudes de empleos, el siguiente anuncio, correspondiente a una persona que solicita un empleo de «escritor en residencia o de conferenciante invitado» en alguna universidad.

El insertante se describe a sí mismo de la siguiente manera; «Autor de cinco libros, publicados por casas editoriales muy conocidas. Sus obras han sido traducidas a catorce idiomas. Ha recibido premios y becas por sus obras de poesía, drama, novela y ensayo. Ha dirigido la publicación de una serie de ibros intitulada Biblioteca de Poesía Viva. Sexo masculino, edad 55 años; sus obras aparecen en antologías de autores norteamericanos, su nombre aparece en el Who’s Who; puede enviar su currículum vitae a quien lo solicite…»

Cualquiera podría pensar que el que insertó el anuncio es cuando menos, Borges. Nada de eso, es Norman Blanhousen, cuyo nombre no aparece ni siquiera en el directorio telefónico de Georgetown, Ill., que es donde dice que vive.

Pero la gente que busca matrimonio es siempre más divertida que la que busca trabajo.

«Mujer que ha tenido éxito en su profesión, poco más de 30 años, muy atractiva, afectuosa, experta y amable, busca contrapartida masculina para crear un ambiente de refugio y compartir una vida envidiable.» Si a alguien le interesa yo tengo la dirección.

«Mujer adorable, graduada, divorciada, de 47 años, con gran talento para escribir cartas, buscar un affaire y viajes a donde sea con un hombre sin compromisos de entre 43 y 53 años; que debe ser cariñoso, divertido, con título profesional, de preferencia de más de 1.75 de estatura y que radique lo suficientemente cerca para tener conversaciones de almohada los fines de semana.»

Pero las descripciones gloriosas no son patrimonio de las mujeres, hay hombres que también se tienen en buen concepto:

«Intelectual, masculino, agnóstico, caballero, de 25 años, al que le gusta la música seria (sic), la literatura, la pintura, esquiar y salir de campamento; detesta a los niños y a los cigarros, busca mujer joven, inteligente, guapa y compatible que viva en Salt Lake…»

Como ejercicio de fin de año recomiendo a mis lectores que traten de definirse a sí mismos. «Hombre de doble papada, pelo ralo… Busca…» ¿Qué busca?

 

DESAFÍO EN EL FONDO DEL VASO

Mi mujer guarda entre sus curiosidades un documento que firmó cuando tenía doce años -edad en que ingresó en alguna organización de niñas inglesas-, en el que la firmante se compromete a no dejar pasar por su garganta una gota de alcohol.

Nótese la diferencia de las culturas: en Inglaterra había la conciencia de que cualquier persona, inclusive una niña de doce años, podía llegar a convertirse en una borracha, abotagada, inútil y estorbosa y por eso se le hacía prometer algo tan severo, que cortaba por la raíz esa posibilidad. Si el alcohol no entra por la garganta, ni modo. No se conoce a nadie vicioso de transfusiones de alcohol.

En el México de mi niñez, en cambio, la borrachera era una especie de amenaza remota -es decir, a pocos les sucedía-. Pero inevitable -los predestinados no tenían salvación-. Nuestras madres, en momentos solemnes y descuidados, decían: «Prefiero verte muerto que borracho».

Borracho quería decir dormido en la banqueta, que es accidente, que sólo les ocurre a los dipsómanos muy descuidados o muy pobres.

Pero mientras se sabía si estábamos destinados a morir víctimas de alcoholismo o a vivir como personas normales, luz verde. Nadie tenía que prometer privarse de nada.

El primer obstáculo que encontramos los borrachos de nuestra generación en nuestra carrera hacia el alcoholismo no fue ni la dificultad de conseguir licor, ni su precio -yo compré mi primer litro de ron en tres cincuenta, a los trece años, en una tienda que se llamaba «La unión de las colonias»-, ni la censura de nuestros mayores -que estaban convendiso de que o estábamos destinados a ser borrachos o no corríamos ningún peligro- sino el sabor.

El alcohol, cuando no está uno acostumbrado, sabe a rayos. Tiene uno que tomárselo en forma de crema de menta, con leche y huevos, o disfrazado de jugos de frutas. Si es vino, con azúcar y naranja.

A veces, en fiestas, gente que no tiene mucho mundo se pone a hacer disquisiciones acerca de qué es lo que le gusa a uno, si el sabor de licor o sus efectos. De los interrogados, unos opinan que a ellos les sabe rico, otros confiesan que ellos beben poque el licor les levanta el ánimo. Yo creo que al principio de nuestras carreras ninguno de estos motivos fue válido. Ni nos gustaba el alcohol ni disfrutábamos de sus efectos. Bebíamos porque el licor estaba allí y porque todo el mundo bebía.

De entre mis amigos yo fui de los primeros en tomarle gusto a la cerveza -gracias a mi abuelo-. Esta circunstancia me dio con el tiempo cierta superioridad moral sobre los que la aborrecían, que fueron convirtiéndose, poco a poco y uno tras otro, en bebedores de cerveza. «Tenías razón -me decían-, es muy sabrosa».

Beber cerveza sin hacer gestos permitía la entrada al mundo de las cervecerías, que era económico, novedoso y fascinante, sin ser pecaminoso. Hacía uno amistades muy raras: con un agente del Ministerio Público, un entrenador de futbol, un mesero veracruzano; y permitía establecer con los amigos de antes una relación nueva y más estrecha -pasaba uno más horas con ellos, tres en la cervecería y otras tres dándole vueltas a la manzana, planeando excursiones futuras.

Pero esto no era la borrachera ni tenía nada que ver con ella. Bebiendo cerveza no llegaba uno más que a ser comunicativo. Donde se emborrachaba uno era en las fiestas, bebiendo cubas libres. El sabor no era tan gran cosa y el efecto, si llegaba a ser notable, era funesto. Emborracharse era ponerse verde y hacer el ridículo.

¿Por qué bebíamos? Yo creo que porque dentro de cada vaso había un desafío. Como subir a un volcán, como recorrer un río subterráneo. Unos lo han intentado, otros no, unos han llegado al final, otros se regresan a la mitad del camino. ¿Por qué quieres tomarte la copa? Porque quiero demostrar que me la tomo y ni digo tonterías, ni me caigo. Los que salíamos triunfantes de esta prueba habíamos entrado en la segunda etapa de la carrera de borrachos.